Quite nights follows
on full days and yet
all feel void
jueves, 4 de diciembre de 2008
miércoles, 30 de julio de 2008
Death by blue blood
I have a big mouth, or so I am told..... and it seems. I am dead tonight, and sacked tomorrow. I have offended blue blood.
Irene Corso
Namur, 30 de julio 2008
Irene Corso
Namur, 30 de julio 2008
miércoles, 23 de julio de 2008
Patente de Corso: Putimadrid la nuit
Por Arturo Pérez-Reverte
20 de Julio de 2008
En una ciudad normal –según tengo entendido–, cuando uno quiere intercambios carnales de tipo mercenario, o sea, pagando, y es forastero o no conoce el percal, sube a un taxi y dice: «Al barrio de las putas, hágame usted el favor». Y de camino, si el taxista es un tío enrollado, te ilustra sobre las mejores esquinas, los antros adecuados para tomar algo, e incluso recomienda que una vez metido en faena preguntes por Greta, por Ivonne, por Makarova o por la casa de madame Lumumba, que son limpias y de confianza. Detalles útiles y cosas así. Luego, al llegar a la zona de lanzamiento, le das una propina al taxista, te buscas la vida, y al que Dios se la dé, que san Pedro se la bendiga. Lo de siempre.
En Madrid, capital de las Españas, es distinto. Una ventaja de esta ciudad es que te ahorras el taxi. Quien desee irse de putas las encuentra con facilidad en el centro mismo, a cualquier hora. Incluso quien no tiene la menor intención de tocar ese registro, se las tropieza con una frecuencia pasmosa. Basta dar una vuelta por el corazón turístico y comercial de la urbe para observar un surtido panorama. Eso no ocurre en otras capitales de Europa, donde, por el qué dirán o por lo que sea, el puterío se limita a calles tradicionales y discretas, alejadas de las grandes vías de tránsito peatonal. No ya porque el comercio venéreo tenga un punto vergonzoso y bajuno –que lo tiene– ni porque la gentuza que suele pulular en torno sea todo menos ejemplar, sino por razones de pura estética urbana. No recuerdo, salvo error u omisión, haber visto nunca las aceras del bulevar Saint Germain, el Chiado lisboeta o las inmediaciones de la plaza Navona, por ejemplo, llenas de lumis. En Madrid, sin embargo, sus equivalentes están hasta los topes. Y la verdad: queda feo. Cada cosa es cada cosa. Como dicen en Culiacán, Sinaloa, cada chango en su mecate.
No tengo nada contra las lumis, ojo. Alguien tiene que parir a ciertos políticos de los que mojan en nuestras diecisiete salsas y nos animan el telediario. Lo que pasa es que, a veces, la situación puede ser incómoda. La otra noche paseaba, después de cenar, con unos amigos guiris camino de su hotel en la Gran Vía. Y subiendo de la puerta del Sol junto a los cines de la calle principal del centro de Madrid, entre la basura y suciedad acumulada por todas partes, pasamos revista a un variopinto surtido puteril –todo de importación– comparado con el cual, aquellas busconas nacionales de antaño, tan arregladas ellas, con su bolso y su cigarrillo en los labios fríos como la Lirio, apoyadas en el quicio de la mancebía, parecían condesas de Romanones, o por ahí. Las señoras que venían en el grupo de mis amigos, que al principio miraban el paisaje entre curiosas y sorprendidas, terminaron por acojonarse, sobre todo a causa del ganado masculino que circulaba cerca, incluidos los fulanos que se empeñaban en darnos a todos tarjetitas sobre pornotiendas y puticlubs ad hoc situados, supongo, en las cercanías.
El caso es que, a medio paseo, una de las guiris, Silvie, que es gabacha, me preguntó: «¿Siempre es esto así, tan elegante?». Y no tuve más remedio que confirmarle que sí, y que no sólo de noche. Que también de día, la vieja prostitución antes limitada a la cercana calle de la Ballesta hace tiempo desbordó los límites para desparramarse por las cercanías de la puerta del Sol, sin que el Ayuntamiento pueda o quiera impedirlo, aunque a los vecinos y comerciantes se los llevan los diablos. «¿Y no hay normas que regulen esto?», preguntó Silvie, toda ingenua. Entonces tuve que emplear unos diez minutos de paseo –a razón de una puta presente cada quince segundos– para explicarle que esto es España, niña. La democracia más avanzada y puntera de Europa. ¿Lo captas? El pasmo del mundo y de Triana, o sea. ¿Nunca oíste hablar de la Alianza de Putilizaciones? Cualquiera que estorbe a una extranjera, por ejemplo, el libre ejercicio de su chichi en donde le apetezca a ella y a su chulo, es un xenófobo y un fascista. Es algo parecido –añadí– a lo de aquel mendigo español que antes tuvimos que esquivar porque estaba tirado en el suelo, cortándonos el paso en la acera. Si un guardia le pide que circule, la gente increpará al guardia, y con razón, por abuso de autoridad. Y lo mismo hasta le dan de hostias. Al guardia.
Después de escuchar aquello, Silvie no volvió a abrir la boca. Yo adivinaba sus pensamientos: una ciudad donde nadie puede controlar el lugar donde cualquiera campa por sus respetos es una auténtica mierda; pero cada cual tiene las ciudades que se merece. Advertí que eso era lo que estaba pensando. Aunque, por suerte, no lo dijo. Silvie es una chica educada. Me habría puesto en un compromiso.
© Santillana Ediciones Generales S.L.
20 de Julio de 2008
En una ciudad normal –según tengo entendido–, cuando uno quiere intercambios carnales de tipo mercenario, o sea, pagando, y es forastero o no conoce el percal, sube a un taxi y dice: «Al barrio de las putas, hágame usted el favor». Y de camino, si el taxista es un tío enrollado, te ilustra sobre las mejores esquinas, los antros adecuados para tomar algo, e incluso recomienda que una vez metido en faena preguntes por Greta, por Ivonne, por Makarova o por la casa de madame Lumumba, que son limpias y de confianza. Detalles útiles y cosas así. Luego, al llegar a la zona de lanzamiento, le das una propina al taxista, te buscas la vida, y al que Dios se la dé, que san Pedro se la bendiga. Lo de siempre.
En Madrid, capital de las Españas, es distinto. Una ventaja de esta ciudad es que te ahorras el taxi. Quien desee irse de putas las encuentra con facilidad en el centro mismo, a cualquier hora. Incluso quien no tiene la menor intención de tocar ese registro, se las tropieza con una frecuencia pasmosa. Basta dar una vuelta por el corazón turístico y comercial de la urbe para observar un surtido panorama. Eso no ocurre en otras capitales de Europa, donde, por el qué dirán o por lo que sea, el puterío se limita a calles tradicionales y discretas, alejadas de las grandes vías de tránsito peatonal. No ya porque el comercio venéreo tenga un punto vergonzoso y bajuno –que lo tiene– ni porque la gentuza que suele pulular en torno sea todo menos ejemplar, sino por razones de pura estética urbana. No recuerdo, salvo error u omisión, haber visto nunca las aceras del bulevar Saint Germain, el Chiado lisboeta o las inmediaciones de la plaza Navona, por ejemplo, llenas de lumis. En Madrid, sin embargo, sus equivalentes están hasta los topes. Y la verdad: queda feo. Cada cosa es cada cosa. Como dicen en Culiacán, Sinaloa, cada chango en su mecate.
No tengo nada contra las lumis, ojo. Alguien tiene que parir a ciertos políticos de los que mojan en nuestras diecisiete salsas y nos animan el telediario. Lo que pasa es que, a veces, la situación puede ser incómoda. La otra noche paseaba, después de cenar, con unos amigos guiris camino de su hotel en la Gran Vía. Y subiendo de la puerta del Sol junto a los cines de la calle principal del centro de Madrid, entre la basura y suciedad acumulada por todas partes, pasamos revista a un variopinto surtido puteril –todo de importación– comparado con el cual, aquellas busconas nacionales de antaño, tan arregladas ellas, con su bolso y su cigarrillo en los labios fríos como la Lirio, apoyadas en el quicio de la mancebía, parecían condesas de Romanones, o por ahí. Las señoras que venían en el grupo de mis amigos, que al principio miraban el paisaje entre curiosas y sorprendidas, terminaron por acojonarse, sobre todo a causa del ganado masculino que circulaba cerca, incluidos los fulanos que se empeñaban en darnos a todos tarjetitas sobre pornotiendas y puticlubs ad hoc situados, supongo, en las cercanías.
El caso es que, a medio paseo, una de las guiris, Silvie, que es gabacha, me preguntó: «¿Siempre es esto así, tan elegante?». Y no tuve más remedio que confirmarle que sí, y que no sólo de noche. Que también de día, la vieja prostitución antes limitada a la cercana calle de la Ballesta hace tiempo desbordó los límites para desparramarse por las cercanías de la puerta del Sol, sin que el Ayuntamiento pueda o quiera impedirlo, aunque a los vecinos y comerciantes se los llevan los diablos. «¿Y no hay normas que regulen esto?», preguntó Silvie, toda ingenua. Entonces tuve que emplear unos diez minutos de paseo –a razón de una puta presente cada quince segundos– para explicarle que esto es España, niña. La democracia más avanzada y puntera de Europa. ¿Lo captas? El pasmo del mundo y de Triana, o sea. ¿Nunca oíste hablar de la Alianza de Putilizaciones? Cualquiera que estorbe a una extranjera, por ejemplo, el libre ejercicio de su chichi en donde le apetezca a ella y a su chulo, es un xenófobo y un fascista. Es algo parecido –añadí– a lo de aquel mendigo español que antes tuvimos que esquivar porque estaba tirado en el suelo, cortándonos el paso en la acera. Si un guardia le pide que circule, la gente increpará al guardia, y con razón, por abuso de autoridad. Y lo mismo hasta le dan de hostias. Al guardia.
Después de escuchar aquello, Silvie no volvió a abrir la boca. Yo adivinaba sus pensamientos: una ciudad donde nadie puede controlar el lugar donde cualquiera campa por sus respetos es una auténtica mierda; pero cada cual tiene las ciudades que se merece. Advertí que eso era lo que estaba pensando. Aunque, por suerte, no lo dijo. Silvie es una chica educada. Me habría puesto en un compromiso.
© Santillana Ediciones Generales S.L.
viernes, 18 de julio de 2008
Tiempos Muertos de Shakespeare
Me levante est manana y me quede tranquila
I lie quiet in the peacefulness of the rising morning
I pray the day be as wandering as my restless nights
J'ai voyagé de par les nuages cette nuit dépassée comme si le temps s'abolissait
Me tranquilize, y este dia que se esta comiendo la noche muerta me llama por las calles de la vida
The night is dead, consumed away by heartless rays
I pray for clouds not to feel hunger for me
I wish I was left deathtimes to wander broken pathways on the border of Africa where bubblegum cathedrals embrace the sky
Je me lève et la griseur du jour m'entoure de ces bras tentaculaires
J'écoute la clameur du monde autour de moi et ses soupirs de ne pas vivre assez
I lie quiet in the peacefulness of the rising morning
I pray the day be as wandering as my restless nights
J'ai voyagé de par les nuages cette nuit dépassée comme si le temps s'abolissait
Me tranquilize, y este dia que se esta comiendo la noche muerta me llama por las calles de la vida
The night is dead, consumed away by heartless rays
I pray for clouds not to feel hunger for me
I wish I was left deathtimes to wander broken pathways on the border of Africa where bubblegum cathedrals embrace the sky
Je me lève et la griseur du jour m'entoure de ces bras tentaculaires
J'écoute la clameur du monde autour de moi et ses soupirs de ne pas vivre assez
Patente de Corso: Esas postalitas sevillanas
Por Arturo Pérez-Reverte, 22 de Junio de 2008
La de hoy es una de esas edificantes historias que reflejan bien de qué va esto. Me la acaba de contar mi compadre Jesús Vigorra, y les va a encantar. Jesús dirige un programa de libros en Canal Sur llamado El público lee, que bate récords de audiencia cultural en Andalucía; programa que, de forma milagrosa, sobrevive sin casarse con nadie, dando voz a un variopinto registro de autores, hablando de libros que interesan a todo el mundo y negándose a convertir la literatura en club cerrado de capullos y cantamañanas. Por eso sigue ahí, para disfrute de sus seguidores y honra de la cadena andaluza –no todo va a ser telebasura– que desde hace años lo alberga y apoya. Además, mi compadre conduce un programa de radio que arrasa entre la gente de infantería, pues trata sobre los pequeños problemas de la ciudad y sus habitantes, y a menudo es último recurso de los que no tienen voz ni quien hable por ellos. Ahí es donde entra nuestra bonita anécdota.
En la Navidad de 2006, un colegio del distrito Cerro Amate de la ciudad de Sevilla organizó un concurso de postales navideñas para sus alumnos, bajo la cobertura del Ayuntamiento. Los niños hicieron sus postales primorosas, el colegio organizó una fiesta para entregar los premios, y éstos consistieron en una reproducción del futuro cheque que, con cargo a las arcas municipales, los niños, y sus padres por ellos, cobrarían como premio. Hasta ahí todo monísimo, como ven. Una iniciativa simpática, para incentivar la creatividad de las criaturas, y de paso que el distrito, y el Ayuntamiento, y todo el político o aspirante a manguta que pasara por allí, pudiera hacerse la foto correspondiente y salir en los periódicos. Que es de lo que se trataba, claro. La prueba es lo que vino después. O lo que no vino.
A principios de mayo de 2008 –casi año y medio después– ninguno de los niños ganadores del concurso había cobrado un euro, ni había indicios de que lo cobrara nunca. Hasta el punto de que una de las madres, harta de reclamar en las oficinas del distrito y de que nadie le hiciera caso, telefoneó al programa de radio de Jesús, contando el monipodio en plan te voy a decir una cosa, Vigorra de mi alma, escucha. A mi niño le dijeron que había ganado un premio de doscientos cuarenta euros, y hasta hoy no los ha visto ni de lejos. Y yo venga a ir al distrito a preguntar qué pasa con mi criatura, que estaba tan ilusionada, y allí te puedes imaginar. Nunca hay nadie, y si hay alguien, nunca está para recibirla a una. Y aquí estamos. Esperando.
A petición mía, Jesús me mandó la grabación de la entrevista que, después de aquello, le hizo a una representante de la municipalidad local pidiendo explicaciones sobre el asunto. Acabo de escucharla en el reproductor del ordenata donde tecleo, y ahora escribo asombrado, pese a la mucha mili que llevo a cuestas, por el impudor y la desvergüenza oficiales que se adivinan bajo los balbuceos, los silencios y las excusas de la prójima en cuestión; a fin de cuentas, ella, peoncito sin importancia del tinglado municipal responsable de la cosa. Porque resulta que en esta España donde el dinero se lo funden los ayuntamientos y los gobiernos autonómicos y los ministerios y el Estado –o lo que tengamos ahora– en setenta mil chorradas de presunto tufo cultural, donde todo cristo tira con pólvora del rey, donde el cuñado de Fulano o el constructor amigo de Mengano trincan por detrás con ambas manos y donde las facturas, cuando las hay, se arreglan a medida después de hechos los pagos, la razón por la que a un niño ganador de un concurso escolar de postales navideñas llevan año y medio sin pagarle doscientos cuarenta cochinos euros, es la siguiente: para esa cantidad hace falta que se reúna antes nada menos que el pleno del Ayuntamiento de Sevilla y apruebe la cosa. Pero como entre diciembre de 2006 y mayo de 2008 hubo elecciones municipales, los presupuestos quedaron paralizados, hubo que votarlos de nuevo, y el proceso administrativo para pagar el premio debió empezarse –al menos eso cuentan– desde el principio. De manera que, si todo ha ido bien, el niño cobrará más o menos por estas fechas. Teniendo en cuenta, claro, que hasta que el asunto no salió por la radio nadie era responsable de nada. El concurso de postales ya ni siquiera se convocó en diciembre de 2007. Silencio administrativo. Calculen cuándo habría cobrado el zagal si a su madre no se le ocurre piarlas en la radio.
Doscientos cuarenta euros y un colegio en Navidad, oigan. Un pleno de Ayuntamiento como trámite para que un niño cobre su premio. Dirán ustedes que no es posible. Que no puede tenerse tan poca vergüenza, ni en Sevilla ni en ninguna otra parte. Pero ya ven. Se puede.
© Santillana Ediciones Generales S.L.
La de hoy es una de esas edificantes historias que reflejan bien de qué va esto. Me la acaba de contar mi compadre Jesús Vigorra, y les va a encantar. Jesús dirige un programa de libros en Canal Sur llamado El público lee, que bate récords de audiencia cultural en Andalucía; programa que, de forma milagrosa, sobrevive sin casarse con nadie, dando voz a un variopinto registro de autores, hablando de libros que interesan a todo el mundo y negándose a convertir la literatura en club cerrado de capullos y cantamañanas. Por eso sigue ahí, para disfrute de sus seguidores y honra de la cadena andaluza –no todo va a ser telebasura– que desde hace años lo alberga y apoya. Además, mi compadre conduce un programa de radio que arrasa entre la gente de infantería, pues trata sobre los pequeños problemas de la ciudad y sus habitantes, y a menudo es último recurso de los que no tienen voz ni quien hable por ellos. Ahí es donde entra nuestra bonita anécdota.
En la Navidad de 2006, un colegio del distrito Cerro Amate de la ciudad de Sevilla organizó un concurso de postales navideñas para sus alumnos, bajo la cobertura del Ayuntamiento. Los niños hicieron sus postales primorosas, el colegio organizó una fiesta para entregar los premios, y éstos consistieron en una reproducción del futuro cheque que, con cargo a las arcas municipales, los niños, y sus padres por ellos, cobrarían como premio. Hasta ahí todo monísimo, como ven. Una iniciativa simpática, para incentivar la creatividad de las criaturas, y de paso que el distrito, y el Ayuntamiento, y todo el político o aspirante a manguta que pasara por allí, pudiera hacerse la foto correspondiente y salir en los periódicos. Que es de lo que se trataba, claro. La prueba es lo que vino después. O lo que no vino.
A principios de mayo de 2008 –casi año y medio después– ninguno de los niños ganadores del concurso había cobrado un euro, ni había indicios de que lo cobrara nunca. Hasta el punto de que una de las madres, harta de reclamar en las oficinas del distrito y de que nadie le hiciera caso, telefoneó al programa de radio de Jesús, contando el monipodio en plan te voy a decir una cosa, Vigorra de mi alma, escucha. A mi niño le dijeron que había ganado un premio de doscientos cuarenta euros, y hasta hoy no los ha visto ni de lejos. Y yo venga a ir al distrito a preguntar qué pasa con mi criatura, que estaba tan ilusionada, y allí te puedes imaginar. Nunca hay nadie, y si hay alguien, nunca está para recibirla a una. Y aquí estamos. Esperando.
A petición mía, Jesús me mandó la grabación de la entrevista que, después de aquello, le hizo a una representante de la municipalidad local pidiendo explicaciones sobre el asunto. Acabo de escucharla en el reproductor del ordenata donde tecleo, y ahora escribo asombrado, pese a la mucha mili que llevo a cuestas, por el impudor y la desvergüenza oficiales que se adivinan bajo los balbuceos, los silencios y las excusas de la prójima en cuestión; a fin de cuentas, ella, peoncito sin importancia del tinglado municipal responsable de la cosa. Porque resulta que en esta España donde el dinero se lo funden los ayuntamientos y los gobiernos autonómicos y los ministerios y el Estado –o lo que tengamos ahora– en setenta mil chorradas de presunto tufo cultural, donde todo cristo tira con pólvora del rey, donde el cuñado de Fulano o el constructor amigo de Mengano trincan por detrás con ambas manos y donde las facturas, cuando las hay, se arreglan a medida después de hechos los pagos, la razón por la que a un niño ganador de un concurso escolar de postales navideñas llevan año y medio sin pagarle doscientos cuarenta cochinos euros, es la siguiente: para esa cantidad hace falta que se reúna antes nada menos que el pleno del Ayuntamiento de Sevilla y apruebe la cosa. Pero como entre diciembre de 2006 y mayo de 2008 hubo elecciones municipales, los presupuestos quedaron paralizados, hubo que votarlos de nuevo, y el proceso administrativo para pagar el premio debió empezarse –al menos eso cuentan– desde el principio. De manera que, si todo ha ido bien, el niño cobrará más o menos por estas fechas. Teniendo en cuenta, claro, que hasta que el asunto no salió por la radio nadie era responsable de nada. El concurso de postales ya ni siquiera se convocó en diciembre de 2007. Silencio administrativo. Calculen cuándo habría cobrado el zagal si a su madre no se le ocurre piarlas en la radio.
Doscientos cuarenta euros y un colegio en Navidad, oigan. Un pleno de Ayuntamiento como trámite para que un niño cobre su premio. Dirán ustedes que no es posible. Que no puede tenerse tan poca vergüenza, ni en Sevilla ni en ninguna otra parte. Pero ya ven. Se puede.
© Santillana Ediciones Generales S.L.
Patente de Corso: Nuestros aliados ingleses
Por Arturo Pérez-Reverte, 13 de Julio 2008
Esta semana que viene toca de nuevo conmemorar batallita. Y no se trata de una cualquiera: en Bailén, el 19 de julio de 1808, dos meses y medio después del 2 de Mayo, a las águilas de Bonaparte les hicieron cagar las plumas. Por primera vez en la historia de Europa, un ejército napoleónico tuvo que rendirse después de un partido de infarto, en el que nuestra selección nacional –tropas regulares, paisanos armados y guerrilleros– aguantó admirablemente los dos tiempos y la prórroga. También es verdad que fue la única vez que ganamos la copa, pues luego los franceses nos dieron siempre las del pulpo; o ganamos, cuando lo hicimos, con ayuda de las tropas inglesas que operaban en la Península. Si algo demostramos los españoles durante toda la campaña fue que para la insurrección y el dar por saco éramos unos superdotados, pero que a la hora de ponernos de acuerdo y combatir organizados no había quien nos conciliara. Paradojas de la guerra: por eso los gabachos nunca pudieron ganar. Acostumbrados a que alemanes o austriacos, por ejemplo, después de derrotados en el campo de batalla, se pusieran a sus órdenes con la policía y todo, preguntando muy serios a quién había que meter en la cárcel por antifrancés, no comprendían que los españoles, derrotados un día sí y otro también, no terminaran de rendirse nunca; y encima, en los ratos de calma, se incordiaran y mataran entre ellos mismos.
Al hilo de todo esto, un historiador británico se lamentaba hace poco de que aquí conmemoremos el bicentenario de aquella guerra con poco agradecimiento al papel que las tropas inglesas tuvieron en ella; ya que fueron éstas las que proporcionaron ejércitos disciplinados y coordinaron, con Wellington, las más decisivas operaciones. Y tiene razón ese historiador. En batallas y asedios, Bailén y los sitios aparte, la contribución británica fue decisiva. Lo que pasa es que de ahí a que los españoles deban agradecerlo, media un trecho. En primer lugar, los ingleses no desembarcaron para ayudarnos a sacudir el yugo francés, sino para establecer aquí una zona de continuo desgaste militar para su enemigo continental. Además, y salvo ilustres excepciones, su desprecio y arrogancia ante el pueblo español que se sacrificaba en la lucha fueron constantes, compartidos por la mayor parte de los historiadores británicos de entonces y de ahora. Por último, las tropas inglesas en suelo español se comportaron, a menudo, más como enemigas que como aliadas, cebándose en la población civil. Eso, manifestado ya durante la desastrosa retirada del general Moore en La Coruña, se evidenció en los saqueos de Ciudad Rodrigo, Badajoz y San Sebastián.
Y no hablo de trincar unas monedas y un par de candelabros. Historiadores españoles contemporáneos como Toreno y Muñoz Maldonado, por aquello de la delicadeza entre aliados, pasan por el asunto de puntillas; pero los mismos ingleses –Napier, Hamilton, Southey– lo cuentan con detalle. Sin olvidar la memoria local de los lugares afectados, donde todavía recuerdan los tristes días de la liberación británica. En Ciudad Rodrigo, por ejemplo, la toma de la ciudad a los franceses fue seguida de una borrachera colectiva –extraño, tratándose de ingleses–, asesinatos, saqueo de las casas de quienes salían a recibir alborozados a los libertadores, y violación de todas las señoras disponibles. Wellington atribuyó los excesos a que era la primera vez que sus tropas liberaban una ciudad española, y estaban poco acostumbradas; pero la cosa se repitió, aún peor, en la toma de Badajoz, donde 10.000 ingleses borrachos saquearon, violaron y mataron españoles durante dos días y dos noches, y culminó en San Sebastián, donde al retirarse los franceses y salir los vecinos a recibir a los libertadores, éstos se entregaron a una orgía de violencia, saqueos y violaciones masivas que no respetó a nadie. Luego vino el incendio de la ciudad: de 600 casas, de las que sólo 60 habían sido destruidas durante el asedio, quedaron 40 en pie. Habría sido ahí muy útil la feroz disciplina que, más tarde, Wellington impuso a las tropas que lo acompañaron en la invasión de Francia, cuando fusilaba sin contemplaciones a todo español que cometía algún exceso como revancha contra los franceses.
Puestos a eso, la verdad, simpatizo un pelín más con los gabachos. Al menos ellos saqueaban, mataban y violaban porque eran enemigos, tomando al asalto ciudades donde hasta los niños te endiñaban un navajazo. Los súbditos de Su Graciosa son harina de otro costal: iban a lo suyo y los españoles les importaban un carajo. Así que, en lo que a mí se refiere, que a Wellington y las tropas inglesas los homenajee en Londres su puta madre.
© Santillana Ediciones Generales S.L.
Esta semana que viene toca de nuevo conmemorar batallita. Y no se trata de una cualquiera: en Bailén, el 19 de julio de 1808, dos meses y medio después del 2 de Mayo, a las águilas de Bonaparte les hicieron cagar las plumas. Por primera vez en la historia de Europa, un ejército napoleónico tuvo que rendirse después de un partido de infarto, en el que nuestra selección nacional –tropas regulares, paisanos armados y guerrilleros– aguantó admirablemente los dos tiempos y la prórroga. También es verdad que fue la única vez que ganamos la copa, pues luego los franceses nos dieron siempre las del pulpo; o ganamos, cuando lo hicimos, con ayuda de las tropas inglesas que operaban en la Península. Si algo demostramos los españoles durante toda la campaña fue que para la insurrección y el dar por saco éramos unos superdotados, pero que a la hora de ponernos de acuerdo y combatir organizados no había quien nos conciliara. Paradojas de la guerra: por eso los gabachos nunca pudieron ganar. Acostumbrados a que alemanes o austriacos, por ejemplo, después de derrotados en el campo de batalla, se pusieran a sus órdenes con la policía y todo, preguntando muy serios a quién había que meter en la cárcel por antifrancés, no comprendían que los españoles, derrotados un día sí y otro también, no terminaran de rendirse nunca; y encima, en los ratos de calma, se incordiaran y mataran entre ellos mismos.
Al hilo de todo esto, un historiador británico se lamentaba hace poco de que aquí conmemoremos el bicentenario de aquella guerra con poco agradecimiento al papel que las tropas inglesas tuvieron en ella; ya que fueron éstas las que proporcionaron ejércitos disciplinados y coordinaron, con Wellington, las más decisivas operaciones. Y tiene razón ese historiador. En batallas y asedios, Bailén y los sitios aparte, la contribución británica fue decisiva. Lo que pasa es que de ahí a que los españoles deban agradecerlo, media un trecho. En primer lugar, los ingleses no desembarcaron para ayudarnos a sacudir el yugo francés, sino para establecer aquí una zona de continuo desgaste militar para su enemigo continental. Además, y salvo ilustres excepciones, su desprecio y arrogancia ante el pueblo español que se sacrificaba en la lucha fueron constantes, compartidos por la mayor parte de los historiadores británicos de entonces y de ahora. Por último, las tropas inglesas en suelo español se comportaron, a menudo, más como enemigas que como aliadas, cebándose en la población civil. Eso, manifestado ya durante la desastrosa retirada del general Moore en La Coruña, se evidenció en los saqueos de Ciudad Rodrigo, Badajoz y San Sebastián.
Y no hablo de trincar unas monedas y un par de candelabros. Historiadores españoles contemporáneos como Toreno y Muñoz Maldonado, por aquello de la delicadeza entre aliados, pasan por el asunto de puntillas; pero los mismos ingleses –Napier, Hamilton, Southey– lo cuentan con detalle. Sin olvidar la memoria local de los lugares afectados, donde todavía recuerdan los tristes días de la liberación británica. En Ciudad Rodrigo, por ejemplo, la toma de la ciudad a los franceses fue seguida de una borrachera colectiva –extraño, tratándose de ingleses–, asesinatos, saqueo de las casas de quienes salían a recibir alborozados a los libertadores, y violación de todas las señoras disponibles. Wellington atribuyó los excesos a que era la primera vez que sus tropas liberaban una ciudad española, y estaban poco acostumbradas; pero la cosa se repitió, aún peor, en la toma de Badajoz, donde 10.000 ingleses borrachos saquearon, violaron y mataron españoles durante dos días y dos noches, y culminó en San Sebastián, donde al retirarse los franceses y salir los vecinos a recibir a los libertadores, éstos se entregaron a una orgía de violencia, saqueos y violaciones masivas que no respetó a nadie. Luego vino el incendio de la ciudad: de 600 casas, de las que sólo 60 habían sido destruidas durante el asedio, quedaron 40 en pie. Habría sido ahí muy útil la feroz disciplina que, más tarde, Wellington impuso a las tropas que lo acompañaron en la invasión de Francia, cuando fusilaba sin contemplaciones a todo español que cometía algún exceso como revancha contra los franceses.
Puestos a eso, la verdad, simpatizo un pelín más con los gabachos. Al menos ellos saqueaban, mataban y violaban porque eran enemigos, tomando al asalto ciudades donde hasta los niños te endiñaban un navajazo. Los súbditos de Su Graciosa son harina de otro costal: iban a lo suyo y los españoles les importaban un carajo. Así que, en lo que a mí se refiere, que a Wellington y las tropas inglesas los homenajee en Londres su puta madre.
© Santillana Ediciones Generales S.L.
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